UN CUENTO DE CARNAVAL
Vestía traje formal, elegante gabardina y un paraguas bajo el brazo —por si le “pescaba” la lluvia—. En la puerta de calle le esperaba su abnegada esposa junto a su prole: cuatro pequeños, de quienes se despidió presuroso, aunque al mismo tiempo con un tierno beso. Ayúdame con éste maletín que contiene mi vida, le recomendó a Alejandro, el menor de sus hijos. No podía llegar tarde a su cita de todos los años. Complaciente como él sólo y hasta con una sonrisa cómplice, Alejandro le siguió el juego. Sólo vamos hasta la esquina, —le recalcó a su madre— a esperar el taxi.
Don Miguel y su familia vivían en una zona tradicional de nuestro Chukiago Marka, de esas que celosamente guardan las costumbres paceñas que han sido transmitidas de generación en generación por sus antepasados.
Afuera, aproximadamente a dos cuadras de distancia, en aquel callejón angosto y vacío, Don Miguel y su pequeño hijo, se afanaban en abrir aquel viejo y empolvado maletín; de prisa, de prisa, —le recomendó nerviosamente el padre— que nadie nos vea.
Había que ver los ojos del pequeño Alejandro cuando de la valija, el autor de sus días comenzó a desempacar unos zapatos bastante envejecidos, junto a unos guantes blancos y un “chorizo” especial, —de esos que hacen doler a “conciencia” cuando golpean en la nuca—; dos amplios bolsones, a los que llenó con harina y mixtura; el primero era para embromar a los más “huasos y hualaychos”, mientras que el segundo estaba reservado para los más chiquilines, o para arrojar un puñado a alguna simpática cholita (el Pepino siempre ha sido un conquistador sin remedio); después un arrugado y bullicioso disfraz de Pepino de colores intensos con cascabeles cosidos por todos lados.
Del fondo, y para completar la transformación, consiguió una graciosa máscara hecha de papel “maché”, que tenía una mueca que daba risa con sólo verla. Don Miguel se había convertido en el personaje más popular y querido del Carnaval paceño.
Si bien en sus inicios, durante la época colonial, el Pepino Paceño, —extraña mezcolanza de “Kusillo” andino y Pierrot— aún no era bien recibido en los altos círculos de la sociedad de aquel entonces, poco a poco, y gracias a su carácter fresco y risueño, fue constituyéndose hasta nuestros días en el personaje infaltable del Carnaval, llegando a convertirse en el principal personaje de estas fechas.
Simpático, bonachón y cholero, cualidades innatas en él; se deja distinguir por el ruidoso sonar de campanillas, cosidas en las puntas de sus puños, además de una inigualable voz atiplada, aunque sin duda, se lo recordará siempre por el feroz golpe de su “matasuegras”.
Ya en acción, nuestro Pepino apareció en la esquina del barrio, en su descenso provocaba a medio mundo, —principalmente a las cholitas— quienes todavía no salían de su asombro. “¿Quién eres, quién eres?” le preguntaban, cubriéndose sus cabezas, sin imaginarse que quien las trataba, era nada menos que aquel caballero tan serio y amable que les saludaba todas las mañanas con un: “buen día caserita”, era nada menos que Don Miguel, que al rato se despidió de ellas, no sin antes enrollarles un paquete de serpentinas y marearlas de tanto correr, tratando de huir de un puñado de mixtura o el “inocente” golpe con su chorizo.
Más tarde, el turno le tocaría a los más ch’itis del barrio: “Pepino, chorizo, sin calzón”, “chauchita, chauchita”, les canturreaba con su voz fingida de Pepino, lanzándoles al viento algunas monedas, que acrecentaban el bullicio.
El Pepino les lanzó al aire unos cuantos pesos, y todos, como enseñados, se echaron al suelo a recoger lo que podían, a cambio, obviamente recibían golpes y más golpes del Pepino.
Al igual que la jocosa mueca de su careta, el Pepino reía y reía por dentro, mientras les pegaba con su chorizo; era el precio que cobraba por aquellas monedas, sin darse cuenta hasta ese momento que el más magullado en ese afán había sido su propio hijo, quien al haberle acompañado por todo aquel circuito, no se había resistido a la idea de ganarse fácilmente unos cuantos pesos, para comprarse una bolsita de globos, o muchas tiras de cohetillos.
Ese momento el Pepino se le acercó al jovencito, a quien disimuladamente lo levantó y le sacudió la ropa llena de tierra, no sin antes darle una lacónica advertencia: “No vayas a decirle a tu mamá”.
Y así seguía aquel bufón criollo toda la mañana, repartiendo harina, mixtura y golpes por doquier. “Quien es ese Pepino, quién es”, decían los infortunados vecinos, víctimas de la algarabía de aquel personaje, entre dos o más vecinos trataron de agarrarlo, descubrirle el rostro, queriendo saber de quien se trataba; en el fondo ellos también se divirtieron; será porque todos tenemos un Pepino por dentro que surge en éstas fiestas. Para olvidar las penas.
En los días de Carnaval, el Pepino se constituye en el Rey supremo de la fiesta. Cumpliendo una ajetreada agenda de presentaciones, se lo encuentra en los mercados, ch’allando al lado de sus cholitas sus puestos de venta, envolviéndoles con serpentinas y bailando una “cuequita” paceña; compartiendo con los niños y “chauchitando” unas cuantas monedas al son de “Pepino, chorizo, sin calzón”; y combatiendo en las calles en desigualdad numérica, pero con mucha valentía, contra decenas de jóvenes armados con globos y chisguetes, aunque en contrapartida sus únicas armas con que cuenta para defenderse son: su “matasuegras” y gran cantidad de harina. Así es, hasta nuestros días el Pepino, habitante de ésta hoyada que reparte alegría al por mayor, ya sea solitario o en patota.
La simple, pero atractiva vestimenta del Pepino, consiste en un mameluco a cuadros, confeccionado con tela de charmé, en dos elegantes colores muy bien combinados, un largo cuello de tul blanco, una careta con expresivas muecas de alegría y un largo chorizo, que no es mas que un trozo de tela rellenado con trapos, o en su lugar el no menos doloroso “matasuegras”, hecho de cartón prensado, objetos que usa para golpear a todo quien se cruce en su camino.
Ya al terminar la tarde, envuelto en serpentinas y con varias cervecitas encima, el Pepino ha quedado exhausto, aunque todavía manteniendo su buen humor. Cantando coplas del Carnaval, o algún “huayñito”. De retorno a su hogar, su ejemplar esposa fue la que salió a recibirle, lamentablemente ni bien abrió la puerta de calle se encontró con un espectáculo que era la constante de cada año. “Borracho, estás borracho, otra vez borracho”, le reprendió como a un jovenzuelo; aunque el Pepino, sin notar aquel frío recibimiento, se metió en la casa bailando sin pausa hasta caer rendido en su lecho, no era para menos, ha estado festejando durante todo el día.
A la mañana siguiente asistirá junto a varios compañeros de la oficina y del barrio, a la Tradicional Entrada de Carnaval Ch’ukuta. El Municipio paceño antiguamente fomentaba la participación de la ciudadanía en esa Entrada que reafirma una tradición Ch’ukuta, que no pierde vigencia a pesar de los años, y los cambios, siendo un emblema de los habitantes de nuestra querida hoyada.
En la Entrada del Domingo de Carnaval, interminables Comparsas de Pepinos colman las serpenteantes calles por donde pasa aquel desfile bullanguero, que se inicia en la Estación Central, Avenida Kennedy, y recorre las calles, angostas, añejas, que guardan una carga de valor costumbrista incomparable, desde siempre, escenario de ésta entusiasta manifestación.
Al Pepino no siempre le han dado el valor que nuestra tradición le ha impuesto. En la Dictadura de los setentas, el Carnaval y sus principales expresiones estaban proscritos. Al alcalde de turno se le ocurrió que la gente debía trabajar más y regocijarse menos.
Pasados los humos del alcohol, a la mañana siguiente despertó nuestro personaje, recuperándose poco a poco de su letargo. Era hora de continuar la juerga.
Sin embargo, por reflejo, sus ojos se abrieron como nunca, no lograba hallar por ninguna parte su inseparable disfraz de Pepino, ni su apreciada careta sonriente, “dónde está, qué le ha pasado”, ¿lo habrá dejado en alguna cantina del barrio?, pensó; en eso, el pequeñín, cómplice de sus andanzas se le acercó sigilosamente y le contó la desgracia. Fue obra de su mamá, quien cansada de aquel espectáculo de todos los años, de verle incomodar sin pausa a sus vecinos, y a ella, no lo pensó dos veces y se deshizo de su principal motivación. La careta de Pepino yacía partida en dos, tirada en aquel callejón de la esquina, testigo de sus transformaciones.
A Don Miguel no le quedaba más que llorar amargamente su infortunio, junto a todos sus hijos, que lloraban con él. “Qué has hecho hija”, le preguntó a su señora, aunque ella también lloraba arrepentida. “Perdoname viejo”, le atinó a decir irremediablemente. Seguramente en el fondo no quiso hacerlo, pero fue arrastrada por las circunstancias. El Carnaval ya no será igual, ahora ya nada será igual. A Don Miguelito le habían quitado parte de su personalidad, parte de su vida.
No importa papito le consoló el menorcito, ya veremos la manera de componerla. Pero ya no se pudo. Pasaron muchos Carnavales, pero desde entonces la vida cambió para Don Miguel, ya no bailó más, se tornó más serio, menos motivado.
Aquel recuerdo ha quedado grabado para siempre en la memoria de sus hijos, quienes ahora adultos, recuerdan aquel pasaje de sus vidas, imposible de borrar.
Sin embargo, el alma entusiasta y alegre de Don Miguel no se ha vencido ante el destino y renace cada año en estas fechas, aquel espíritu jovial y desenfadado se puede apreciar hoy en día en sus nietos, y por qué no decirlo en miles de miles de hijos y nietos que comparten esta tradición como un justo homenaje. Eso se lleva en la sangre, no se pierde fácilmente.
Hoy en día, ese Pepino que vive en el subconsciente de cada uno de nosotros, espera con ansias la llegada del Carnaval, para dar rienda suelta a una alegría guardada durante un año. Los paceños también nos aprestamos a desempolvar y planchar nuestros viejos pepinos, un poco arrugados y algo desteñidos tal vez, pero todo un símbolo paceño, para salir bailando por las callecitas de nuestra querida ciudad al ritmo de: “Pepino, chorizo, sin calzón”. No permitamos que se apague nuestro Carnaval.
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